Saturday, December 10, 2005

EL TRAJE DE MARCIANO. Cuento






Por: Hernes Rodriguez

Publicado en la Revista de la Liga Marítima del Uruguay


La ola se alzó, coronada de espuma y embistió la proa del pesquero. Deshecha en mil jirones terminó cayendo sobre la timonera con un sonido seco, cortante. Los vidrios demoraron algunos segundos en transparentar nuevamente dejando largos ríos chorreantes. A proa de la timonera todo es desorden, o así lo parece a los ojos del hombre que se aferra a la rueda del timón. Los nudillos blancos, los brazos entumecidos por el esfuerzo.
Que feo se está poniendo, pensó.
La barba de tres días le pica y el roce contra el cuello le produce escozor. Mientras el cuello empapado, rodeado con una vieja bufanda también empapada deja correr una gota atrevida que se desliza entre los omóplatos y busca la bajada de la espalda, muriendo contra la camiseta transpirada y provocándole un chucho de frío.
El hombre en la timonera no es un novato, no es la primera vez que se topa con un temporal. Pero esta vez algo es distinto. Esta vez todo salió mal, desde mucho antes de salir. José Luis pasó la cincuentena hace ya tiempo, bastante tiempo, y es un pescador de toda la vida. Hizo sus primeras salidas muy joven, en la época de aquel puñado de viejos pesqueros que fueron quedando de adorno festoneando el dique cintura y el fondo del muelle Mántaras, a medida que los achaques y las horas de marcha fueron venciendo de a uno sus motores y sus descascaradas estructuras.
A veces siente que ya es tiempo de quedarse en el muelle junto a los abandonados cascarones y dejar el paso a los jóvenes que vienen floreciendo
- Que va - pensó - nada ni nadie me espera en tierra.
Mientras arqueaba una ceja se esfuerza en ver el cabo en la proa que se tesaba nuevamente. Hace algunas horas que en las entrañas del pesquero, el jefe y el jovencito motudo que hace las veces de ayudante, tratan de poner en marcha el motor. Desde entonces están a la deriva. Pocos ruidos más intranquilizantes a bordo, que el ruido a "silencio" después que un motor se fue quedando de a poco.
Por la mente de José Luis paso la imagen que contempló hace algo más de media hora. El jefe, con una mancha de grasa brillante y oscura desde la oreja al extremo del mentón, el puñado de estopa mugrienta asomando del bolsillo trasero del mameluco. Semi agachado junto al metal enfermo. El pelo entrecano la espalda encorvada sobre un abultado vientre. A la luz débil de una tortuga bastante sucia y de una portátil que le va sosteniendo un muchachito de pelo crespo, va recorriendo la maraña de caños y mangueras, cables colgantes y válvulas. Tocando aquí, ajustando allá, buscando, buscando.
¿Cuánto hace que le dije que se iba a plantar José? ¿Cuántas veces le pedí unos días a muelle, tranquilo para revisar? Ahora no me venga a presionar hago lo que puedo. Un calor subió del vientre hasta el rostro del hombre en el timón. No estaba acostumbrado a que le hablaran en ese tono, ni aún el jefe con quien lo unía una antigua amistad de mar, muelles y boliches. En otro tiempo hubiera contestado, rápido, como un revés a semejante desplante. Esta vez no pudo, se dio vuelta y subió a trompicones la escalerilla, tragándose con fuerza la saliva.
¡Otra ola mal encapillada, pucha!
El amasijo de cajones de plástico de hace un rato, ahora es menor. De a poco se van escapando. O así le pareció a José Luis. El cabo en la proa se estira otra vez. Uno de los extremos firme al cabrestante, el otro casi 100 metros a proa a dos redes, a modo de ancla de capa. Así han logrado mantener la proa al oleaje desde la avería. Los otros cuatro hombres, detrás de la cabina, en el pequeño compartimiento que hace las veces de cocina y comedor. Mojados y con frío se aferran a cualquier cosa firme cada vez que el pesquero cabecea y se escora violentamente.
Desde su puesto, José Luis mira de reojo el equipo de VHF. Está silencioso hace rato. La batería finalmente terminó por agotarse. Afortunadamente pudo comunicarse antes con la estación de control marítimo.
Menos mal que pude avisar a la empresa, pensó. Don Enrique sabrá que hacer – Don Enrique - Tantos años trabajando para él y ahora también le está fallando.
Los tiempos cambian José Luis, había dicho, hay que aceptar las normas, en definitiva son por nuestro bien.
Por nuestro bien, continuó pensando. A mi nadie va a enseñarme lo que tengo que hacer y menos una chiquilina.
Ya una vez José Luis tuvo que flotar casi una hora hasta que lo pudieran recoger del agua. Claro que era pleno febrero y hacia calor. Claro que tenía aquel enorme cajón de madera que se fue con él. Así y todo demoró largo rato en poder mover las manos y expresarse en forma coherente. Cuando, en aras del progreso y de la seguridad la gente de la flota pesquera tuvo que ir en grupos a los cursos de supervivencia, no se sintió demasiado molesto. En definitiva en tantos años ya había pasado por cosas así. Dos por tres un papel nuevo, un nuevo documento a tramitar. La gente como él, salida de abajo, cuando no existían escuelas para pescadores, solía encontrar dificultades.
¡Escuelas Marítimas! como si fuera posible leer en un papel lo que yo aprendí en años de salir al mar.
Cuando le llegó el turno él también marcho con su grupo. No es que le trataran mal. Al contrario el jovencito ese se portó educadamente, muy ufano en su uniforme recién planchado, recitando su perorata. Inclusive la cosa fue interesante, en especial las películas donde unos rubios de ojos claros subían y bajaban balsas y hacían la pantomima de abrir paquetitos de raciones con los salvavidas puestos. Siempre a la voz de oficiales de bermuda blanca.
Estos gringos
Otra ola vino a cortar sus pensamientos, ésta vez la salpicadura tuvo destellos plateados. El sol, entre los nubarrones hacia fuerza para dejarse ver.
No falta mucho para la noche don José ¿no?
Se dio vuelta para ver a sus espaldas. Dos de los muchachos lo miraban con cara de preocupación. Uno de ellos tenía bajo el brazo un salvavidas y un sobre de nylon con algo de color naranja dentro. José Luis por un momento se quedó mirando las tiras del salvavidas que rozaban el piso mojado, siguiendo el compás de la escora. En seguida observó las caras.
Falta todavía, estate tranquilo que pronto va ha quedar el motor.
Y dejáte de embromar con ese traje de marciano que hoy no lo vas a necesitar.

Pero don José, con el agua que está entrando en la bodega y sin la bomba...
No te preocupes, ya me comuniqué hace rato…
Por si te tranquiliza - agregó - anda un barco de la Marina cerca, me pidió la posición cuando llamó. No nos ven en el radar por el mal tiempo pero están por allí nomás.
Cuando se dio vuelta hacia la proa sus pensamientos volaron otra vez a tierra. - Lo que realmente le había molestado había sido tener que representar para el grupo la payasada de ponerse el traje de marciano. Ese traje de neopreno y él fueron enemigos declarados desde el primer instante. Cuando había logrado hacerse un nudo con los pantalones, el cierre trancado a mitad de camino, la capucha puesta al revés y sin poder hacer nada con esos guantes tan grandes y gruesos, a un gesto del oficial que daba la clase, una flaquita de pelo descolorido, enfundada en un uniforme demasiado holgado, se había aproximado a ayudarlo.

¡No se puede creer! ¡A donde vamos a parar!
Su idea de la Marina, había sido siempre la de aquellos pendencieros divertidos, casi siempre medio mamados, rondando por la calle Juan Carlos Gómez. Y ahora esa chiquilina que lo miraba como diciendo: serás bruto… pretendía enseñarle como subirse el cierre.
No gracias mijita, le había dicho, si la necesito para alguna otra cosa le aviso.
La muchacha se había puesto roja, pero no bajó la cabeza y le contesto con los ojitos brillantes -
Mijita no señor, Cabo, Cabo de Primera González… y si no da vuelta esas correas va a terminar sentado en el piso, abuelo.
La última palabra la pronuncio clarita, como vengando el "mijita".
Fue el acabose, menos el instructor, el resto de la gente se rió a más no poder.
A partir de allí todo lo que quisieron enseñarle entraba por una oreja y salía por la otra. El traje de marciano fue blanco de su desprecio desde ese momento.
Cuando, junto con las balsas nuevas que se instalaron abordo, repartieron en sus sobres los trajes de neopreno, revoleó el que le tocaba sobre la cama y terminó tirado detrás del taquillero.
Mientras José Luis se acordaba de la flaquita de pelo descolorido, entre dos rolidos metió la mano dentro del pesado gabán y sacó la pequeña botella plana otra vez.
Un buen trago para el frío, y que los vasos se contraigan y se distraigan. Vagamente recordaba algo sobre el efecto negativo del alcohol sobre el frío, algo relacionado con la hipotermia, pero no estaba para ponerse académico.
Afuera todo seguía gris y marrón, en serio que estaba entrando agua, en ocasiones el barco le parecía más pesado, más reacio a enderezarse y sacudirse el agua que lo barría.
Las mentadas balsas hace rato que no están. Se las había llevado un golpe de mar mezcladas con un montón de cajones de pescado vacíos.
Metió la mano otra vez tanteando la botella. La tenía en los labios cuando sintió la voz del Jefe.
Otra vez haciendo macanas José Luis, y con este frío, déjese de embromar.
No contestó; puso la tapa y con una mano volvió a tomar la rueda.
¿Y? ¿Queda o no queda? preguntó conciliador.
Mire, entre el agua que chorrea y se amontona allá abajo, el motudo que está en un chivo solo y la luz que se apaga a cada rato...no la veo.
Porque no llama para que se arrime alguien por las dudas.
Con la cabeza hizo un gesto hacia la cajita de plástico, silenciosa en su rincón.
¿Con qué?
El Jefe se quedó con el rostro sombrío y se acodó en una banda tratando de sacar un cigarrillo seco del paquete.
Una hora más tarde José Luis realmente se empezó a preocupar, el pesquero parecía descoordinado y torpe. Los muchachos de cubierta estaban apretujados con él en la timonera. Se habían puesto los trajes de inmersión de neopreno anaranjado, con los salvavidas por encima. El Jefe había bajado a buscar al motudo y a equiparse también él. Los muchachos estaban pálidos, ya no se hacían bromas ni comentarios cuando algo se caía y rodaba por el piso. El miedo parecía olerse por sobre el gasoil y la transpiración.
En babor Don José, a la derecha del guinche… ¡mire!
Trató de forzar la vista en esa dirección.
Entre los rociones, a mitad de distancia al horizonte, una mancha oscura se aproximaba, levantando en cada cabeceo un surtidor blanco.
¿Están tranquilos ahora? El barco de la Armada. ¿No les dije que había comunicado?
A ver si cambian esas caras
José Luis a pesar del rechazo al equipo nuevo, y su papelón con la flaquita – Cabo de Primera, mejor dicho - tenía gran respeto por esa gente.
Muchas veces cuando en pleno temporal entraba a puerto con un suspiro de alivio, se cruzó con una de esas naves grises que salía a buscar un compañero en apuros; otras veces un porteño sorprendido por el Pampero en medio del Río.
Se les reconoce enseguida por la radio -se dijo- tienen ese tonito impersonal y autoritario, a veces condescendiente como si hablaran con chiquilines chicos.

Por un instante recordó un incidente hace una montonera de años en que el Banco Ingles se tragó un puñado de hombres sin distinguir entre náufragos y salvadores. Su respeto creció. Volvió a mirar la mancha gris que se acercaba, ahora él también mas tranquilo.
Los muchachos, ahora acompañados por el Jefe y el motudo, se apretaban contra los cristales de babor, afirmados a cualquier cosa. Casi irreconocibles, enfundados en neopreno naranja y con los salvavidas puestos.
Trajes de marciano, pensó José Luis.
El Jefe tenía en la mano un par de bengalas.
Vaya a ponerse el equipo don José, dijo uno de los marcianos.
Casi lo fulminó con la mirada, como si no supieran del papelón que pasó por culpa de uno de esos disfraces.
Por si hay chapuzón...yo digo…el agua esta refría.
Las últimas palabras fueron casi un susurro.
A media milla de distancia, la mole gris aminoró la marcha y buscó el mar con la proa para evitar el rolido.
En el puente, a cubierto del mal tiempo varios pares de prismáticos se mantenían sobre el pesquero que corcoveaba y se sacudía el agua. Se veía malherido.
En un rincón una cara casi adolescente insistía en llamar por un micrófono.
Nada Comandante… no me recibe, deben estar sin energía.
El que parecía mayor de los presentes, sentado en una silla con reminiscencias de sillón de consultorio dental, asintió con la cabeza y corrigió el rumbo dirigiéndose al timonel - a proa y medio metro más abajo.
El MOB listo Comandante, maquina probada y dotación a la orden.
Una silueta enfundada en un traje de marciano igual al que usaban abordo del pesquero entregaba novedades.
La cabeza volvió a asentir. Le preocupaba esa gente en el pesquero. Queda muy poca luz para decidirse y para peor sin comunicaciones.
Ojalá estén equipados como Dios manda.
Le tranquilizaba saber que en la última entrada a dique, el pescante de estribor había sido modificado para acomodar uno de esos nuevos botes de rescate.
Era hora, las otras dos fragatas los tenían hacía casi seis meses. De cualquier manera tenía una dotación bien entrenada.
Después de las UNITAS habían estado en comisión abordo de una de las fragatas gemelas y practicaron todo lo practicable en esos rechonchos lanchones. Inclusive en mar gruesa.
Abordo del pesquero José Luis tenía el corazón en un puño.
Finalmente el cabo de proa había quedado completamente en banda.
O había faltado más allá de su vista o las redes se terminaron por soltar. Lentamente los rolidos se empezaron a acentuar mientras el barco derivaba y la proa se abría del viento cayendo a estribor. Una ola embarcó por el costado de babor y se dio contra la casillería.
Desde la timonera sonó como si los hubiera embestido un carguero. El agua entraba por todos lados, el siguiente rolido recuperó mucho más lento.
La inclinación a estribor se acentuó y las cosas que todavía no habían caído rodaron por el piso.
Jefe, las bengalas, esto no da para mas.
La voz de José Luis suena firme pero apremiante. El Jefe abre la puerta de sotavento, a estribor, y casi sale disparado de un bandazo.
La puerta se golpea una y otra vez quedando abierta. Por esa banda el agua se ve muy cerca.
La luz de la bengala trepa rápidamente mientras deriva, ardiendo en rojo-rosado brillante. En la media luz ambiente ilumina como un relámpago. Cuando deja de subir el viento la arrastra. Otra ya está subiendo.
En la proa del pesquero los hombres ya están afuera, aferrados a un pasamano. Siete figuras, seis de ellas con traje de marciano. La séptima, irreconciliable con los tiempos, de gabán oscuro y con un salvavidas circular pasado por un brazo hasta el hombro.
Sienten el frío, con la cara empapada por los rociones. Uno de ellos tiembla violentamente, las manos casi insensibles.
Entre la cortina de salpicones, José Luis distingue el barco gris, ahora muy cerca. De su banda de estribor se descuelga, extrañamente veloz un bote semi-cerrado; lo tripulan unos marcianos anaranjados… tres o cuatro.
El bote los busca con la proa cabeceando y rolando como loco. De pronto una ola más grande que el resto lo atropella como un tren. El bote mete la banda, la casillería completa en el agua. Muestra la hélice. Los siete hombres en el pesquero lanzan un grito al unísono que se lleva el viento.
Menos de un segundo después de un latigazo el bote emerge, se endereza, se sacude el agua y sigue avanzando. Los marcianos abordo chorrean agua, firmes a sus arneses de seguridad.
El pesquero se está hundiendo. Irremediablemente perdido, con la popa bajo el agua se sacude sus ocupantes en sus últimos estertores dejándolos dispersos y a la deriva.
José Luis abrazado al salvavidas trata de mantener la cabeza fuera del agua.
Sus muchachos están a poca distancia. Alcanza a ver sus cabezas color naranja subiendo y bajando en contraste con el gris y marrón del mar.
El bote está casi junto a uno de ellos.
Que frío…
Apenas puede pensar, mientras trata de pasar el salvavidas sobre su cabeza. No siente las piernas, ahora no duele nada, en el chapuzón si. Parecía que se le clavaban mil agujas y el corazón le saltaba del pecho.
En lo alto de una ola ve al bote y un par de piernas naranja que son izadas.
Falta poco, se dice, falta poco.
Está tragando agua y apenas tiene fuerzas para toser.
Que lejos está el bote, ¿porque no vienen? Malditos marcianos…!!
El salvavidas se le escapa de las manos inútiles y se aleja con la corriente y el viento.
A una docena de metros los marcianos están recobrando al sexto náufrago. El patrón se esfuerza buscando al restante. Grita a su gente, que prendidos a las barandillas buscan en la oscuridad del gris una cabeza de pelo canoso.
José Luis ya no se asoma. Una fracción de segundo atrás creyó ver el bote cruzando a su lado. Casi podía haberlo tocado.
Mientras se van cerrando sus ojos y la oscuridad lo envuelve, pasa por su mente como un destello, la cara de una chiquilina flaquita, uniformada y de pelo descolorido que le había vapuleado la dignidad. En ese último suspiro, se dio cuenta de lo mucho que le recordaba a otra flaquita, también de pelo descolorido que tanto lo hiriera al abandonarlo, una punta de años atrás.



La Convención para la Seguridad de la Vida Humana en el mar (SOLAS) recomienda el uso de los trajes de supervivencia o inmersión, en forma especial por las dotaciones de rescate. Los mismos deben mantener el cuerpo de un náufrago en aguas a 0 - 1 grados centígrados por lo menos una hora sin que la temperatura del mismo descienda mas que 0,75 grados centígrados.
Los botes MOB (man over board) o de rescate, diseñados expresamente para cumplir esa función en mal tiempo, deben cumplir, para ser aprobados, con excepcionales requerimientos de estabilidad, velocidad y maniobrabilidad incluyendo izado y arriado.
Desafortunadamente, las reglas del SOLAS no son completamente aplicables en su obligatoriedad. Entre otros a: buques de guerra y buques pesqueros. (CAP I Regla 3 "excepciones").-

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