Saturday, December 10, 2005

CRONICAS DE UN SEXTANTE. Cuento


CRÓNICAS DE UN SEXTANTE MARINO


Por: Hernes Rodriguez


A todos aquellos que alguna vez tripularon el mayor buque que izara el Pabellón Nacional, el B/T “Juan Antonio Lavalleja”.



La pequeña luz borrosa apareció de repente, suspendida en el estrecho campo de la retina de cristal. Rápidamente se hizo mas nítida y otra vez borrosa, enfocándose finalmente con claridad. Un telón de fondo muy oscuro, permitía notar que temblaba - tal vez por el frío de la noche - en el centro del campo visual. De golpe cayo...como si le faltara el piso. A medida que se movía en su caída, el telón se fue aclarando hasta llegar a tonos de gris celeste muy oscuro, con pinceladas rojizas. La luz, titilando, se detuvo abruptamente antes de chocar con una superficie negra que se interpuso en su camino. Oscilo a derecha e izquierda como reconociéndola. Se le acerco despacio... y se apoyo casi sin tocarla. Podía imaginarse que la acariciaba. ¡Top!

La imagen desapareció. El hombre barbado leyó en voz alta una escala, apenas iluminado por una tenue lamparilla eléctrica. Su acompañante asintió en silencio y garabateo en la tablilla que sostenía sobre su antebrazo. Ambos miraron el cielo semi-nublado sobre sus cabezas. A lo lejos el horizonte se teñía de colores intensos y más claros que se reflejaban sobre el mar.

Ajena al buque en que viajaban los humanos, la noche se empeñaba contra el nuevo amanecer en otro round de una lucha eterna que sabe ya perdida. La silueta del majestuoso buque tanque empezaba a ser visible apenas.
En esa hora, en que los hombres se sienten inspirados, para la poesía o para evocar al Creador, también ocurren cosas más allá de la imaginación.
Probablemente el claroscuro del crepúsculo, o la influencia de la atracción de la luna, vaya uno a saber, diluya por un rato - así como diluye las formas visibles - la línea entre lo real y lo mágico. Línea esta que podemos traspasar solamente de pequeños o ya muy ancianos. ¡Nunca en la edad de la razón!
Los hombres entraron al enorme puente en tinieblas, apenas alumbrado por algunas luces de instrumentos e indicadores. El sextante fue dejado sobre la larga mesa, apoyado en sus tres pies metálicos, después de lo cual, el navegante encendiendo una portátil, se acodó sobre una libreta donde comenzó los cálculos de los astros que terminaba de observar.
Sobre un rincón de la mesa, la retina de cristal del sextante, con la imagen de la última estrella recién desvanecida, comenzó a ver y sentir nuevamente. Una ligera vibración y una corriente de aire recorrieron el puente y se extendieron a todo el buque, haciendo que el navegante interrumpiera un momento los cálculos y observara sobre su hombro en la oscuridad. Movió la cabeza después de un instante, murmurando en un idioma ininteligible algo que hizo sonreír en la oscuridad al timonel y continuó con su tarea.

¿Y estos quienes son? ¿Que dijo?!!
Las preguntas se cruzaron en el aire entre el baqueteado sextante y la esfera del reloj magistral que terminaba de desperezarse sobre el mamparo de popa. Debajo de él, el registrador gráfico de rumbos, sin dejar de rascar sobre el papel y ya completamente despierto, miro su propia fecha sobre el trazo negro y también vibro en una frecuencia más allá del oído humano:
¡Dos semanas!. Hace dos semanas que anotaron en el papel: “Entrada a Brest. Diciembre 19, 1988".
El aire del puente se llenó de inaudibles mensajes mientras los objetos inanimados cobraban vida. El anemómetro, desde su privilegiada posición, arriba, sobre el mamparo de estribor - veterano marino él - recordó haber pasado por algo parecido cuando después de tres o cuatro años de escuchar hablar en noruego debió aprender español.
¡Nos vendieron! Si, ¡nos vendieron otra vez! Desde las entrañas del buque corrían rápidamente las noticias. En la popa, el fanal recordaba haber sospechado algo, cuando bajo una llovizna persistente, la tripulación formada en ropas de civil y con los bolsos a la mano arrió el pabellón uruguayo, con lágrimas en los ojos y por última vez. Después de eso no los volvió a ver. ¡Se veían tan tristes! ¿Porque se habrán ido?, si todo andaba tan bien.
A medida que los recuerdos se desgranaban, las anécdotas de más de diez años y de sucesivas tripulaciones fueron evocadas. Tan simpática esa gente, casi siempre chupando agua de esas calabacitas llenas de ramitas verdes.
Recuerdo que no contó con la aprobación de un coro de voces que salía de los cajones de la mesa de derrota, donde innumerables cartas del almirantazgo aducían estar llenas de manchas verdes producidas por las tales calabacitas o mates como les llamaban. Se recordaron los primeros viajes y de aquel espantoso temporal en África del Norte, donde el buque maltrecho casi se pierde para siempre.
Las reiteradas reparaciones en Europa, los convoyes al Golfo Pérsico en plena guerra, y fundamentalmente los últimos años, en que el buque nunca estuvo quieto.
Desde las cubiertas de los camarotes, alguien recordó haber visto muchas veces a lo largo de los años lágrimas de soledad, mezcladas con sonrisas de hombres grandes mirando fotos pegadas contra los mamparos. Un cable de antena de la sala de radio, contó de charlas entrecortadas a la distancia, entre voces de hombres, mujeres y niños que se saludaban a través del espacio, dándose noticias no siempre buenas.
Desde la banda de estribor del puente, un aparato – el navegador satelital - a quien los humanos habían puesto el mote de "Arturito", menciono las noches cultas escuchando música clásica e informativos, mientras se comían baldes de helado… siempre de frutilla y crema.
El sextante, por primera vez en años asintió a un comentario de esa odiosa "caja de plástico llena de transistores”. Siempre se conoció a bordo la enemistad manifiesta entre el viejo instrumento, capaz de bajar estrellas y el navegador satelital capaz de comunicarse con su propia constelación de astros metálicos. Enemistad que llego a extremos de odio cuando un navegante inspirado, hizo un cartel con la frase - decía él - en arameo antiguo: "Yacun Purcan Min Semaya", que traducía como "la ayuda vendrá del cielo". Y, en vez de colocarlo en la caja del sextante o junto a las tablas náuticas HO 214, lo hizo sobre el tal Arturito.
Un equipo de VHF - bastante nuevo a bordo - no paraba de reírse, cuando le contaban de una invasión de cucarachas fantasmas en el puente, las que lograban llegar ya muertas a la mesa de derrota.
Desde la frigorífica, voces comentaban los elevados consumos de huevos y tomates en mal estado, que aquella gente empleaba en verdaderas batallas campales, en ocasión de las ceremonias de cruce del Ecuador.
Frigorífica que por otra parte se quejaba de tener que almacenar todavía, los restos del embarque de una piara de 144 lechones congelados que un error de un cero en una solicitud de provisiones ocasionó.
En una ensordecedora mezcolanza de señales todos tenían algo que contar. La consola de maquinas de puente llamó la atención del adormilado timonel, cuando no pudo reprimir un parpadeo de todas sus luces al evocar muy indignada a un perico mexicano - cotorra común según algunos -, que realizó un viaje con su jaula colgada sobre ella, lo que le produjo innumerables manchas de restos de papilla, semillas de girasol y excrementos del tierno animalito, que fue personaje favorito y delicia de toda la tripulación con sus simpáticos chillidos, durante casi un mes.
Afuera el cielo se aclaraba rápidamente, mientras que, sobre la cubierta se distinguían casi perfectamente los objetos, cubiertos de una fina capa de salitre.
Increíblemente ajenos a la cháchara que los rodeaba, los dos hombres, juntos ahora, conversaban con los rostros casi pegados a los cristales del puente, en un idioma que alguien logro identificar como griego. El navegante, (“navegantes somos todos”, solía decir el sextante, solo que yo soy el que tiene que bajar las estrellas dos veces por día) caminó entre el mobiliario y los equipos con agilidad y sin tropezar con nada.
Se aproximó a la carta náutica mirando el perfecto corte que pocos minutos atrás había ploteado, tomó el sextante, lo miro con un gesto de aprobación y lo guardo en su caja, - el sarcófago de rectas, le decían antes - cerrándola con cuidado.
Acomodándose en su habitáculo, el instrumento se sintió satisfecho, (en especial por la cara de envidia de "Arturito"). Esas manos no parecían de principiante.
Y mientras recordaba por última vez otras manos que lo habían mimado, soñó un instante con viejos crepúsculos y rectas meridianas diciéndose “no ha de ser tan difícil entender el griego después de todo”.
El sol ya se asomaba por el oriente y con los primeros rayos que alcanzaron la superficie del mar todos los murmullos se apagaron.
El enorme buque tanque navegaba silencioso, sólido, empujando más que cortando, las aguas cada vez mas azules. En la amurada de estribor cualquier gaviota que supiese leer, habría notado que debajo del recién pintado nombre "Olimpiad", la luz del sol naciente permitía reconocer una antigua inscripción: “Juan A. Lavalleja".

C/C (CG) Hernes F. Rodriguez
Febrero 1989

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